La Eucaristía Milagro de Amor

En la Eucaristía Dios nos Abraza

 “El Señor, en la noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y dijo: Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11,23b-24).

Cuentan que un niño judío llamado Mortaki se resistía a ir a la escuela.

Cuando cumplió seis años, su madre lo llevó al colegio, pero él lloraba y protestaba por el camino e, inmediatamente después que su madre se marchó, el niño terco regresó corriendo a su casa.

Ella lo volvió a llevar a la escuela. Esta escena se repitió varios días.

El niño resistía quedarse en la escuela. Sus padres trataron de convencerle con razones, arguyendo que él, como todos los niños, tenía que ir a la escuela. En vano.

Sus padres intentaron entonces el viejo truco de aplicarle una adecuada combinación de sobornos y amenazas. Tampoco esto fue efectivo.

Finalmente, desesperados, sus padres fueron a visitar a su rabino y le explicaron la situación.

Por su parte, el rabino dijo simplemente: “Si el niño no atiende a las palabras, traédmelo”.

Los padres llevaron al niño a la oficina del rabino. El rabino no dijo ni palabra.

Sencillamente aupó al niño sobre su regazo, y lo abrazó y apretó un rato largo contra su corazón. Después, todavía sin decir palabra, lo bajó de su regazo.

Lo que las palabras no habían podido lograr, un abrazo silencioso lo consiguió.

Mortakai no sólo comenzó a ir a la escuela de buena gana, sino que más adelante llegó a ser gran profesor y rabino.

Lo que esta parábola expresa maravillosamente es cómo funciona la Eucaristía. En ella, Dios nos abraza físicamente. Efectivamente, eso es lo que son los sacramentos, abrazos físicos de Dios.

Las palabras, como sabemos, tienen un poder relativo. En ocasiones críticas, con frecuencia nos fallan las palabras. Cuando pasa esto, tenemos todavía otro lenguaje, el lenguaje de los ritos.

El ritual más antiguo y más primordial de todos es el ritual del abrazo físico. Puede expresar y lograr lo que no pueden las palabras.

Jesús actuó en esa línea. En la mayor parte de su ministerio, usó palabras.

Por medio de palabras intentó traernos el consuelo, el reto y la fuerza de Dios. Sus palabras, como toda palabra, tenían un cierto poder.

Efectivamente, sus palabras movían corazones, curaban a la gente y realizaban conversiones.

Pero, al mismo tiempo, por más poderosas que fueran, las palabras se volvieron también insuficientes. Se necesitaba algo más.

Así pues, en la noche previa a su muerte, habiendo agotado lo que podía expresar y hacer con palabras, Jesús fue más lejos, y las superó.

Nos dio la Eucaristía, su abrazo físico, su beso, un ritual por el que nos abraza y nos guarda en su corazón.

A mi humilde entender, esa es la mejor manera que existe para comprender la Eucaristía.

Durante todo mi entrenamiento y estudios teológicos estudié largos cursos sobre la Eucaristía.

Al fin, esos estudios profundos no me explicaron el misterio de la Eucaristía, no porque no fueran buenos, sino porque la Eucaristía, como el beso, no necesita explicación y no tiene explicación.

Si alguien fuera a escribir un libro de cuatrocientas páginas titulado “La Metafísica del Beso”, no merecería tener lectores. Los besos sencillamente actúan, su dinámica interior no necesita explicación metafísica.

La Eucaristía es un beso de Dios. André Dubos, el novelista que escribe en dialecto cajún, solía decir: “Sin la Eucaristía, Dios se convierte en un monólogo”.
Es verdad. Hace un par de años, Brenda Peterson, en un pequeño pero excepcional ensayo titulado “En alabanza de la Piel”, describía que una vez le afectó a ella una fuerte erupción cutánea que ninguna medicina podía aliviar. Probó toda clase de médicos y medicinas. En vano.

Finalmente, volvió a su abuela. Recordó cómo su abuela solía dar masaje a su piel cuando era niña chiquita siempre que tenía sarpullido, contusiones o estaba enferma de cualquier enfermedad.

El antiguo remedio funcionó de nuevo. Su abuela le dio masaje, repetidas veces, y el sarpullido que parecía imposible de erradicar despareció.

La piel necesita que la toquen. Esto es precisamente lo que ocurre en la Eucaristía, y esa es la razón por la que la Eucaristía y todos los demás sacramentos siempre tienen algún elemento físico muy tangible – imposición de manos, consumición de pan y vino, inmersión en agua, unción con óleo.

Un abrazo tiene que ser físico, no algo solamente imaginado.

G.K. Chesterton escribió una vez: “Llega un momento, normalmente al atardecer, cuando el niño se cansa de jugar a policías y ladrones. Es entonces cuando comienza a molestar y a meterse con el gato”.


Las madres con niños pequeños conocen  demasiado bien esa hora del atardecer y su dinámica particular.

Llega un momento, normalmente justo  antes de la cena, cuando la energía del niño es baja, cuando se siente cansado y gimotea y cuando la madre ha agotado su paciencia y su repertorio de avisos: “¡Deja eso quieto! ¡No hagas eso!”


El niño, tenso y abatido, se abraza a la pierna  de su madre. En ese momento la madre sabe lo que hacer.

Coge y coloca al niño en su regazo. Contacto físico, no palabra, es lo que se necesita.

En los brazos de su madre, el niño se va calmando y la tensión desaparece de su cuerpo por completo.

Esa es una buena imagen o símbolo aplicable a la Eucaristía. Nosotros somos ese niño tenso, nervioso perdido, siempre atormentando al gato.


Llega un momento, también con Dios, cuando las palabras no son suficientes. Dios nos tiene que aupar, tomar en sus brazos, como hace la madre con su hijo. Lo que se necesita es un abrazo físico.

La piel necesita que la toquen. Dios sabe eso. Por eso Jesús nos dio la Eucaristía.

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