25. «Sangre de Cristo, Embriágame»
Reflexión bíblica. Lectura, o guión para el que dirige
De la carta a los Hebreos. 9,11-14.
Cristo se presentó, como sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, no de este mundo.
Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una liberación definitiva.
Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de una becerra santifican con su aspersión a los manchados en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció así mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas del pecado nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo! PALABRA DE DIOS.
Quizá no captamos del todo el significado profundo de esa plegaria ardiente: «Sangre de Cristo, embriágame».
El apóstol San Pablo pudo escribir a los primeros cristianos:
«No se emborrachen con vino, sino llénense y embriáguense de Espíritu Santo» (Efesios 5,18).
Es lo que hace la Sangre de Cristo cuando la bebemos en la Eucaristía o cuando la pedimos al Señor como bebida que apague nuestra sed. Porque Él nos da entonces el Espíritu Santo, que nos mereció derramando su Sangre en la cruz.
Al bebemos la Sangre de Cristo, sacramentalmente en la Eucaristía y espiritualmente con el deseo y la invocación, ¿qué hacemos sino bebemos nuestra propia salvación? Dios «nos reconcilia consigo por la sangre de Jesús» y cielo y tierra se dan un beso de paz. (Colosenses 1,20)
Pedro nos dirá, para que sepamos valorarnos bien: «Fueron redimidos, no con precio de oro ni plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, el Cordero sin mancha» (1 Pedro 1,18)
Es lo mismo que nos dice Pablo: «Han sido comprados a gran precio»
(1 Corintios 6,20).
Naturalmente, si tan subido es el precio que se pagó por nosotros, «tenemos toda la confianza de que entraremos en el santuario del cielo, en virtud de esta sangre de Jesús» (Hebreos 10,19)
¡Sangre de Cristo, embriágame! No es de hoy esta exclamación.
Ya lo decía el mártir San Ignacio de Antioquía, discípulo de los apóstoles, que escribía cuando iba hacia la muerte: «Cristo, yo quiero por bebida tu sangre, que es vida incorruptible, que es vida eterna».
Al fin y al cabo, Ignacio como nosotros no hacemos más que obedecer a Jesús, que nos dice al instituir la Eucaristía: «Beban todos de este cáliz, porque ésta es mi sangre» (Mateo 26,28)
¡Sangre de Cristo, bebida de amor, preparada en amor, derramada con amor, comunicada con amor en cáliz de amor!…
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Es la bebida más confortadora, porque fue prensada por el dolor más grande, probada por muchos como fuente de fuerza, y por eso nos comunica a todos una fortaleza que en nada ni en nadie más podemos encontrar.
Hablo al Señor. Todos
Mi Señor Jesucristo, cuya Sangre preciosa
fue el precio de mi salvación. ¡Yo te adoro!
Y deseo abrevarme en ese torrente por donde fluye
la bebida que embriaga con todas las delicias del Cielo.
Quiero sorber en las llagas de tus píes, manos y costado
esa Sangre que contiene la Vida, el amor, y la fuerza
de quien me compró con tan alto precio para darme a Dios.
Sangre bendita de mi Señor Jesucristo, embriágame.
Sangre bendita de mi Señor Jesucristo, limpia mis manchas.
Sangre bendita de mi Señor Jesucristo, sálvame.
Contemplación afectiva. Alternando con el que dirige
Jesús, autor de nuestra salvación.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, que diste tu Sangre en precio de nuestro rescate.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, cuya Sangre nos reconcilia con Dios.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, que con tu Sangre nos pacificas a todos.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, que con tu Sangre limpias nuestras culpas.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, por cuya Sangre tenemos acceso a Dios.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, que nos das tu Espíritu cuando bebemos tu Sangre.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, con cuya Sangre pregustamos las delicias del Cielo.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, que nos das tu Sangre en la Eucaristía.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, cuya Sangre es prenda del banquete eterno.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, que nos vistes con tu Sangre como traje del Reino.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
Jesús, cuya Sangre proclama nuestro valor ante Dios.
— ¡Bendita sea tu preciosísima Sangre!
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TODOS
Señor Jesús, dame de beber del torrente de tus delicias.
Tu Sangre preciosa apagará mi sed de amor.
Tu Sangre preciosa me lavará de toda mancha.
Tu Sangre preciosa me robustecerá en mi debilidad.
Tu Sangre preciosa me asegura la vida eterna.
Señor, bendito seas por esa Sangre que derramaste por mí.
Madre María, que viste fluir del cuerpo de Jesús esa Sangre divina con que Él nos compró para Dios.
Esa Sangre fue lo que Jesús ofreció por ti a Dios para que fueras Inmaculada y la Llena de Gracia.
Haz que yo sea como Tú, Madre bendita, ¡que responda al precio subido que Jesús pagó por mí!
En mi vida. Autoexamen
La Sangre de Cristo, precio de mi rescate, es un compromiso muy serio en mi vida.
«Dios pedirá cuenta de la sangre de Cristo a aquellos que no crean en Él», dejó escrito San Policarpo, uno de los Padres más antiguos de la Iglesia.
Y a mí me pedirá cuenta si llevo manchas en mi alma, cuando tengo en mi mano detergente tan divino.
Me pedirá cuenta si muero de deshidratación espiritual, cuando puedo abrevarme en el torrente que lleva la vida…
¿Me lavo con frecuencia en la Sangre de Cristo, que se me da abundante en la Reconciliación?
¿Recibo con avidez la Sangre de Cristo en la Comunión?
¿Invoco la Sangre de Cristo, deseándola con ansia viva?…
PRECES
Después que Jesucristo derramó su Sangre por todos, hay muchos hombres y mujeres en el mundo que no lo conocen, y hasta lo desprecian y persiguen.
Nosotros pedimos con fe:
Salva, Dios nuestro, a todos los que redimió tu Hijo Jesús.
Para que nuestra vida cristiana sea auténtica, digna del valor altísimo que Jesús pagó por nosotros:
— Danos, Dios nuestro, el responder al ideal que te trazaste sobre nosotros.
Para que la Sangre de Jesús apague la sed de sangre que sienten tantos caínes modernos, que la derraman con las guerras injustas, los asesinatos y la exterminación de muchos inocentes:
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Infunde, Dios nuestro, sentimientos de amor, de bondad y de compasión en todos los hombres.
Para que perseveremos en el amor a tu Nombre, manifestado en nuestra piedad para con tu Hijo Sacramentado:
– Concédenos, Dios nuestro, amar cada día con más ardor a tu Hijo Jesucristo.
Padre nuestro.
Señor Sacramentado, que en la Eucaristía nos das tu Sangre preciosa para que nos embriague de gozo celestial.
Danos sed de ti, para que, al querer apagar nuestra sed, no anhelemos otra bebida que esa divina que Tú nos das.
Sólo ella saciará nuestras ansias de amor, y sólo en ella encontraremos la salvación que anhelamos.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Recuerdo y testimonio…
- Monseñor Osear Romero, el Arzobispo santo y mártir que mezcló su sangre con la de Cristo en el mismo altar, le decía en San Salvador al autor de este libro:»Ya ve, nosotros planeando medios y más medios para arreglar el mundo, y el buen Papa Juan XXIII inculcándonos la devoción a la Sangre de Cristo, y haciéndonos repetir en las alabanzas al Santísimo: ¡Bendita sea su preciosísima Sangre!»…
- Morir mártir.
Mons. Romero durante la Eucaristía, a causa de su opción decidida por los pobres, fue para él una gracia y para nosotros un aviso.
Margarita de Beaune, jovencita mística del siglo diecisiete, oyó de Jesucristo estas palabras:
«La mayoría de los hombres son tan crueles conmigo que me escarnecen en la persona de mis pobres.
No sólo no se dignan dirigirme la palabra, sino que hasta evitan volver hacia mí los ojos. A mi misma persona van dirigidos tales desprecios».
Entonces la santa dirigía al Señor esta plegaria:
«Señor, da a los hombres la gracia de amar a los pobres.
Dales la gracia de comprender que son realmente tus miembros.
Hazles sentir que hay que amarlos de verdad y tratarlos con dignidad.
Ablanda los corazones de los ricos para que amen a los pobres, nuestros hermanos.
Los que mendigan su sustento son, Señor Jesucristo, las niñas de tus ojos».
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