El gran Mandamiento de Nuestro Señor Jesucristo es que nos amemos los unos a los otros, genuina y sinceramente.
El Primer Gran Mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas. El Segundo, o mejor dicho el corolario del Primero, es amar al prójimo como a nosotros mismos.
No es un consejo o un mero deseo del Todopoderoso. Es Su Gran Mandamiento, la base y esencia de Su Ley.
Es tanta la verdad encerrada en esto que Él toma como donación todo aquello que hacemos por nuestro prójimo, y como un rechazo hacia Él cuando rechazamos a nuestro prójimo.
Leemos en el Evangelio de San Mateo (Mt 25:34-46), las palabras de Cristo que dirigirá a cada uno en el Día del Juicio Final.
Algunos católicos parecen pensar que su Ley ha caído en desuso, pues en estos días existe el egoísmo, el amor a sí mismo, y cada uno piensa en sí mismo y en su engrandecimiento personal.
«Es inútil observar la Ley de Dios en estos días», dicen, «cada uno debe mirar por sí mismo, o te hundes».
¡No hay tal cosa! La ley de Dios es grandiosa y todavía y por siempre tendrá fuerza de ley. Por eso, es más que nunca necesaria, más que nunca nuestro deber y por nuestro mayor interés.
Estamos moralmente obligados a rogar por las ánimas benditas
Siempre estamos obligados a amar y ayudar al otro, pero cuanto mayor es la necesidad de nuestro prójimo, mayor y más estricta es nuestra obligación.
No es un favor que podemos o no hacer, es nuestro deber; debemos ayudarnos unos a otros.
Sería un monstruoso crimen, por caso, rehusar al poder y desposeído el alimento necesario para mantenerse vivo.
Sería espantoso rehusar la ayuda a alguien en una gran necesidad, pasar de largo y no extender la mano para salvar a un hombre que se está hundiendo.
No solamente debemos ayudar cuando es fácil y conveniente, sino que debemos hacer cualquier sacrificio para socorrer a nuestro hermano en dificultades.
Ahora, ¿qué puede estar más urgido de caridad que las almas del Purgatorio?
¿Qué hambre o sed o sufrimiento en esta Tierra puede compararse con sus más terribles sufrimientos? Ni el pobre, ni el enfermo, ni el sufriente que vemos a nuestro alrededor necesitan de tal urgente socorro.
Aún encontramos gente de buen corazón que se interesa en los sufrientes de esta vida, pero, ¡escasamente encontramos a gente que trabaja por las Almas del Purgatorio!
Y ¿quién puede necesitarnos más? Entre ellos, además, pueden estar nuestras madres, nuestros padres, amigos y seres queridos.
Dios desea que las ayudemos
Ellas son los amigos más queridos. El desea ayudarlos; El desea mucho tenerlos cerca de Él en el Cielo.
Ellas nunca más lo ofenderán, y están destinadas a estar con Él por toda la Eternidad.
Verdad, la Justicia de Dios demanda expiación por los pecados, pero por una asombrosa dispensación de Su Providencia Él pone en nuestras manos la posibilidad de asistirlos.
Él nos da el poder de aliviarlas y aún de liberarlas. Nada le place más a Dios que les ayudemos. Él está tan agradecido como si le ayudáramos a Él.
Nuestra Señora quiere que los ayudemos
Nunca, nunca una madre de esta tierra amó tan tiernamente a sus hijos fallecidos, nunca nadie consuela como María busca consolar sus sufrientes niños en el Purgatorio, y tenerlos con Ella en el Cielo.
Le daremos gran regocijo cada vez que llevamos fuera del Purgatorio a un alma.
Las benditas ánimas del purgatorio nos devuelven el mil por uno
Pero ¿qué podremos decir de los sentimientos de las Santas Almas? ¡Sería prácticamente imposible de describir su ilimitada gratitud con para aquellos que las ayudan!
Llenas de un inmenso deseo de pagar los favores hechos por ellas, ruegan por sus benefactores con un fervor tan grande, tan intenso, tan constante, que Dios no les puede negar nada. Santa Catalina de Bologna dice:
«He recibido muchos y grandes favores de los Santos, pero mucho más grandes de las Santas Almas (del Purgatorio)».
Cuando finalmente son liberadas de sus penas y disfrutan de la beatitud del Cielo, lejos de olvidar a sus amigos de la Tierra, su gratitud no conoce límites.
Postradas frente al Trono de Dios, no cesan de orar por aquellos que los ayudaron. Por sus oraciones ellas protegen a sus amigos de los peligros y los protegen de los demonios que los asechan.
No cesan de orar hasta ver a sus benefactores seguros en el Cielo, y serán por siempre sus más queridos, sinceros y mejores amigos.
Si los católicos solamente supieran cuan poderosos protectores se aseguran con sólo ayudar a las Ánimas benditas, no serían tan remisos de orar por ellos.
Las ánimas benditas del purgatorio pueden acortar nuestro propio purgatorio
¡Otra gran gracia que obtenemos por orar por ellas es un corto y fácil Purgatorio, o su completa remisión!
San Juan Masías, sacerdote dominicano, tenía una maravillosa devoción a las Almas del Purgatorio. El obtuvo por sus oraciones (principalmente por la recitación del Santo Rosario) la liberación de ¡un millón cuatrocientas mil almas!
En retribución, el obtuvo para sí mismo las más abundantes y extraordinarias gracias y esas almas vinieron a consolarlo en su lecho de muerte, y a acompañarlo hasta el Cielo.
Este hecho es tan cierto que fue insertado por la Iglesia en la bula de decretaba su beatificación.
El Cardenal Baronio recuerda un evento similar.
Fue llamado a asistir a un moribundo. De repente, un ejército de espíritus benditos apareció en el lecho de muerte, consolaron al moribundo, y disiparon a los demonios que gemían, en un desesperado intento por lograr su ruina.
Cuando el cardenal les preguntó quiénes eran, le respondieron que eran ocho mil almas que este hombre había liberado del Purgatorio gracias a sus oraciones y buenas obras. Fueron enviadas por Dios, según explicaron, para llevarlo al Cielo sin pasar un solo momento en el Purgatorio.
Santa Gertrudis fue ferozmente tentada por el demonio cuando estaba por morir. El espíritu demoníaco nos reserva una peligrosa y sutil tentación para nuestros últimos minutos.
Como no pudo encontrar un asalto lo suficientemente inteligente para esta Santa, él pensó en molestarla su beatífica paz sugiriéndole que iba a pasar larguísimo tiempo en el Purgatorio puesto que ella desperdició sus propias indulgencias y sufragios en favor de otras almas.
Pero Nuestro Señor, no contento con enviar sus Ángeles y las miles de almas que ella había liberado, fue en Persona para alejar a Satanás y confortar a su querida Santa.
Él le dijo a Santa Gertrudis que a cambio de lo que ella había hecho por las ánimas benditas, le llevaría directo al Cielo y multiplicaría cientos de veces todos sus méritos.
El Beato Enrique Suso, de la Orden Dominicana, hizo un pacto con otro hermano de la Orden por el cual, cuando el primero de ellos muriera, el sobreviviente ofrecería dos Misas cada semana por su alma, y otras oraciones también.
Sucedió que su compañero murió primero, y el Beato Enrique comenzó inmediatamente a ofrecer las prometidas Misas. Continuó diciéndolas por un largo tiempo. Al final, suficientemente seguro que su santamente muerto amigo había alcanzado el Cielo, cesó de ofrecer las Misas.
Sucedió que su compañero murió primero, y el Beato Enrique comenzó inmediatamente a ofrecer las prometidas Misas.
Continuó diciéndolas por un largo tiempo. Al final, suficientemente seguro que su santamente muerto amigo había alcanzado el Cielo, cesó de ofrecer las Misas.
Grande fue su arrepentimiento y consternación cuando el hermano muerto apareció frente a él sufriendo intensamente y reclamándole que no hubo celebrado las Misas prometidas.
El Beato Enrique replicó con gran arrepentimiento que no continuó con las Misas, creyendo que su amigo seguramente estaría disfrutando de la Visión Beatífica pero agregó que siempre lo recordaba en sus oraciones.
«Oh hermano Enrique, por favor dame las Misas, pues es la Preciosísima Sangre de Jesús lo que yo más necesito» lloraba la sufriente alma.
El Beato recomenzó a ofrecerlas, y con redoblado fervor, ofreció Misas y ruegos por su amigo hasta que recibió absoluta certeza de su liberación.
Luego fue su turno de recibir gracias y bendiciones de toda clase por parte de su querido hermano liberado, y muchas más veces que las que hubiera esperado.
Fuente: www.infocatolicos.cjb.net